PAJARICOS -1-

mil novecientos setenta y pocos…

Al despertar seguía aturdido. La primera impresión fue que no era mi cama, de hecho ni siquiera era mi habitación. Al moverme para intentar levantarme noté algo raro entre las sábanas y al destaparlas observé unos pequeños cristales cuadrados gruesos y entonces, el recuerdo vívido de la cabeza de aquella señora chocando contra el parabrisas de nuestro coche y haciéndolo añicos, con todos esos cristales volando hacia nosotros, me volvió a la memoria.

No había sido un sueño. Todo había sucedido en realidad, aunque pareciera increíble…

El día anterior nos encontrábamos en el aeropuerto de Tenerife, esperando un vuelo que tenía que devolvernos a la península. Mi padre, mi madre y yo habíamos pasado una semana increíble en Canarias. El valle de la Orotava, La Gomera, La isla del Hierro y la Palma de Gran Canaria entre otros, habían formado parte de nuestro deambular por las islas.

El aeropuerto de los rodeos, hacía honor a su nombre y en él siempre llovía o había niebla, obligando a los aviones a dar vueltas antes de poder aterrizar o retrasando su despegue. Nuestro vuelo a Madrid llevaba toda la noche de retraso y a las 7 de la mañana anunciaban su próxima salida. Mi madre se acercó al aseo antes de iniciar la subida al avión y ahí comenzó nuestra odisea.

Delante del wc se encontraba abierta la tapa de registro que da acceso al bote sifónico y mi madre tuvo la mala suerte de que el anillo con perla majórica, que formaba parte de un juego de collar y pendientes que habíamos comprado en las islas, cayera en él al subirse las bragas, después de mear. A partir de ahí mi padre, yo, la señora de la limpieza, todos intentamos meter el brazo en el hueco del bote sifónico para extraer el anillo, introduciendo trapos para sacar el líquido y poder acceder al mismo. Más de una hora de esfuerzos infructuosos, que habían culminado con el avión esperando nuestro acceso y la seguridad del aeropuerto con nuestros datos, por si más adelante un fontanero podía obtener mejores resultados.

Al final, mi padre pudo alcanzar el anillo y aunque terminó con el brazo muy arañado, nos sentimos dichosos por poder subir al avión con todo resuelto. Volamos hasta Madrid y recogimos nuestro coche que nos esperaba en un parking del aeropuerto de Barajas.

Parecía que ya solo quedaba la rutina de volver a casa: cuatro horas de carretera con alguna parada para estirar las piernas, tomar algo e ir al aseo, pero la cosa iba a ser bastante diferente.

Al poco de coger la M30 para salir de Madrid y yendo por el tercer carril a 90 Km. por hora, de delante de una furgoneta, apareció una señora corriendo, intentando atravesar la carretera. Mi padre frenó de golpe y por un instante pareció que la señora lo iba a conseguir, pero no fue así. Acabó golpeándose en el faro izquierdo de nuestro Seat 1430 y destrozándose la cabeza contra el borde metálico del parabrisas. En medio del caos de aquellos instantes, recuerdo cómo a cámara lenta su cabeza chocando, el sonido del golpe y la posterior lluvia de cristales que se nos vinieron encima. Murió al instante.

Después, atestados, levantamiento del cadáver, y explicaciones de la Guardia Civil: la frenada correcta, que no se podía hacer nada, que si hubiéramos cambiado de carril podríamos haber causado un accidente mayor, que no debíamos hacer nada por conocer a la familia de la víctima, que nunca se sabe como pueden reaccionar, que nuestro seguro nos avisaría y adiós.

Entre unas cosas y otras ya era por la tarde, domingo por la tarde y sin cristal delantero. Podíamos buscar un hotel y esperar a reparar el cristal al día siguiente o intentar llegar a Minaya, el pueblo de origen de mi padre y donde vivían mis abuelos, en Albacete y a mitad de camino aproximadamente de nuestra casa en Alicante. Ya teníamos pensado parar a saludar, pero ahora se trataba más de una parada necesaria.

Pues cogimos carretera con la incomodidad de no llevar el cristal, con precaución, pero esperando no tener mayores inconvenientes para llegar al pueblo. Ingenuos!

En mitad de la mancha, en una zona bastante despoblada, lejos todavía del pueblo de mi padre, empezó a llover. Era primeros de septiembre y lo que parecía una pequeña tormenta de verano, acabó siendo una granizada de aupa. Tanto parados como circulando nos mojábamos. El agua y el granizo entraban en el coche y aquello parecía que no iba a parar nunca. Nos tapábamos con ropa de la que llevábamos en las maletas y junto con los nervios y el cansancio acumulados del día, hubo momentos de angustia y desesperación. Por fin amainó y pudimos llegar a Minaya.

Caer en la cama y dormirme fue todo uno, pero al despertar la mañana siguiente y descartar que se había tratado de un mal sueño, una mezcla de tristeza y alivio se apoderó de mí. Todo lo que había ocurrido era como para querer olvidarlo, pero al fin y al cabo estábamos bien, en casa de mis abuelos y con unos días por delante para recuperarnos.

Evidentemente aquella señora, de la que nunca llegué a saber nada, se llevo la peor parte. Aunque cometiera una irresponsabilidad que pagó muy cara, desconozco qué motivaciones pudo tener para cruzar así la M30, pero todo el cúmulo de acontecimientos que se combinaron aquel día, todavía me hace pensar en ello cuarenta y cinco años después y alguna vez me he despertado con desasosiego, en medio de una lluvia de cristales, agua y granizo.

Vaya día! Cómo para no recordarlo…

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