Miércoles noche.
Decidí tomarme una pastilla para dormir. Después de la noche anterior, había tenido un día agotador y necesitaba descansar bien 6 o 7 horas. Mañana tenía un par de reuniones que requerirían estar concentrado.
Apagué la TV, no tenía ganas de debates fútiles y mi mujer ya dormía plácidamente. Ya eran más de las 12 y la pastilla empezaba a surtir efecto. No quería pensar en el trabajo, ni quería volver a revivir los sucesos de la noche anterior. Dormir, tal vez soñar…
Todo se fue atenuando y alejando. La oscuridad me acogía con suavidad y yo me dejaba llevar plácidamente. La lucecita ya no parpadeaba, no había nada, me había dormido.
Me desperté descansado como si hubiera dormido 8 horas, pero eran las 3 de la madrugada. Buena hora para miccionar. Di un par de vueltas esquivando la necesidad, pero era mejor hacerlo rápido y a oscuras para no acabar desvelado.
El baño interior facilitaba mucho el proceso y las lucecillas de los aparatos que nos rodean, permiten un viaje sin tropiezos. Ya volvía hacia la cama, cuando miré el reloj, sorprendiéndome ante la coincidencia de la hora que marcaba: las 3:33.
Incomprensiblemente una ola de preocupación me invadió, haciendo que mi corazón se acelerara. Contuve la respiración intentando escuchar o sentir algo ¿Solo era una coincidencia? ¿No habíamos quedado en que todo había sido una pesadilla? Conversaba conmigo mismo tratando de tranquilizarme, para poder acostarme de nuevo, pero mis 2 yos sabían que volver a dormirme iba a ser bastante complicado.
Con el comodín de la pastilla agotado, pensé en bajar a tomar un vaso de agua, pero ¿y si salir suponía volver a padecer la alucinación?… Tampoco tenía tanta sed. Encender la tele no procedía. Leer un rato podía facilitar el sueño, pero casualmente el lector se encontraba abajo en el salón. Todos los caminos llevaban a Roma.
Me percaté de que seguía conteniendo la respiración. Agucé los sentidos de nuevo. No oía nada raro, ni veía ninguna luz que proviniera del pasillo. Mi hijo dormía en la buhardilla, pero podía bajar al aseo de nuestra planta. Era absurdo que tuviera miedo a salir de la habitación.
Me sentía como ese niño que ha visto una película de miedo y no se atreve a apagar la luz. Era bastante frustrante. Me acuerdo que con 18 años leí el exorcista. Lo hacía por las noches antes de dormir. Cuando terminaba y apagaba la luz, me quedaba un rato luchando conmigo mismo, intentando convencerme de que solo era una historia de ficción, mientras me reafirmaba en mi agnosticismo. El diablo no existe. El diablo y el infierno están en nuestra propia mente. Pero el miedo a que existiera también existía y alguna vez tuve que encender la luz y recuerdo haber mirado debajo de la cama.
Había pasado mucho tiempo, para seguir atascado en los mismos miedos, me reprochaba mi yo racional. Había que tener más determinación y más confianza. Fue una pesadilla y ya está bien… ¡Maldita lucecita parpadeante!
Recordé la escena de “La barca sin pescador” de Alejandro Casona, en la que el diablo se le aparece al protagonista. El diablo le ofrece un pacto por su alma, argumento repetido en múltiples obras, pero que siempre da juego para filosofar sobre lo divino y lo humano. Si aceptaba el trato, le devolvería la fortuna que acababa de perder y el solo tendría que poner el dedo sobre la bola del mundo y desear la muerte de alguien desconocido. Era un experimento sobre el deseo, el remordimiento y la redención, que se expone en la obra de manera muy interesante. Buena obra de teatro que también se deja leer muy fácil. Pero lo que me vino a la cabeza en ese momento, fue la reflexión del protagonista una vez el diablo se había marchado. Él piensa que todo había sido un sueño y eso me recordaba clarísimamente mi sensación actual. Antes de que la fortuna volviera a sus manos, el protagonista encuentra un guante blanco que el diablo se había quitado y dejado sobre la mesa y eso le demuestra de manera fehaciente que el encuentro había sido real.
Conforme lo recordaba, una idea se hacía hueco en mi cabeza y me llenaba de desasosiego. Cuando me encontraba con el extraño y perdía la consciencia, llevaba mi linterna. Luego aparecí en mi cama. Si fue un sueño, la linterna estará en su sitio, en la cesta de la cabecera de la cama. Como no lo había pensado antes. Estaba claro que eso demostraría que solo había sido una jugarreta de mi subconsciente.
Me acerqué a la cesta y busqué a tientas. Su tacto era característico y siempre la había encontrado con facilidad. Cogí la cesta, agobiado y la puse en mi regazo para poder buscar mejor. Era inútil. Estaba claro que allí no se encontraba. Encendí la lamparita para asegurarme y no pude reprimir un ¡Mierda!, que casi despierta a mi mujer. La linterna no estaba, pero podría estar en otro sitio y tener una razón explicable y lógica.
Lo que me había sobresaltado era otra cosa. Otra vez el pánico se apoderó de mí. Mi parte racional había perdido la batalla y ya tenía muy claro que no se había tratado de una pesadilla. La linterna era un factor de duda, pero no definitorio. En cambio ahora, la duda ya no era una opción.
No podía dejar de mirar al reloj, mientras el corazón cabalgaba acelerado y un calor físicamente injustificado me hacía sudar en la nuca. Después de todo el tiempo que había transcurrido, como podían seguir siendo las 3:33. Eran demasiadas incongruencias.
La lucecita parpadeante ocupaba casi toda mi cabeza y tenía la inquietante certeza de que no tardaría mucho en volver a encontrarme con el extraño.